martes, 4 de septiembre de 2007

LA CRÓNICA PERIODÍSTICA


EL PERIODISMO ES LA MEJOR
LITERATURA DE LA VIDA


Escribe Eloy Jáuregui

Enseñar periodismo es rescribir la perpetua novedad. Ahora que soy profesor de la materia en al Universidad Tecnológica del Perú, mi propuesta se mira en el espejo del retrato de periodistas “correctos” y el “viejo” periodismo en el Perú. De la arqueología noticiosa de allá y acullá. En los Estados Unidos y Irak. En Madrid o en Buenos Aires. La generación de cronistas que aparecieron en Lima a finales del siglo XX, aseguraban que la mejor historia no es siempre la que se publicaba primero sino la que se cuenta mejor y con mayor brillantez. Estoy de acuerdo. De esta manera y no de otra, hoy se textualiza distinto y estamos ante un “nuevo lector”. Se han multiplicado los diarios, las revistas y libros del llamado periodismo narrativos o literario [moteados también de literatura de no ficción], que fueron apareciendo para denunciar las rutinas, omisiones y los errores de la prensa diaria y semanal y que tiene en la vieja Crónica –con mayúsculas—a su exponente mayor.


La crónica es un arte liminar. Un canon amorfo de paradigmas fronterizos. Se apropia de cuanto género periodístico y de los otros existen e instaurar en un mismo texto hipervínculos antes considerados antagónicos o excluyentes. Es el ornitorrinco mediático como dice Juan Villoro porque hace maridajes con historias reales y con la ficción, con el propio periodismo y con la literatura. Hace el amor entre la objetividad y la subjetividad. El acto oral y el escribal. Entonces es camaleón y además padece de híbridez. Se mimetiza y se erecta. No es la ni el [crónica]. No tiene sexo mas sí seso. Se codea con la literatura de las ideas, el ensayo. Juega con la crítica y arma un constructo de no ficción. Por eso se dice que tiene un carácter anticanónico y antivicario.
Crónica periodística no tiene nada que ver con la cronología [ese cementerio de los tiempos]. Ese es el primer error. La crónica periodística es nieta del teatro griego y de las leyendas celtas. Es Ricardo Palma y Manuel Atanasio Fuentes. Es Mariátegui y Vallejo. Es el género más antiguo y paradójicamente el más moderno. Y es que el más viejo de los estilos periodísticos, la crónica, se entronca con la novela, por una parte, con la historia, por otra y con la modernidad al contar. Hoy es el género por antonomasia del periodismo literario. Adopta la superestructura del relato, a la vez que incorpora la técnica del punto de vista, y al periodista mismo como narrador, en todas sus posibles variantes.

El hecho de ser un “género andrógino”, le permite a la crónica infringir o violentar las reglas, los límites establecidos por las convenciones genéricas. Si los géneros representan normas literarias que establecen el contrato entre un escritor y un público específico, la escritura cronística, guiada por una voluntad de transgredir las normas, busca romper con tales sistemas tradicionales de regulación. Al ser un género transdiscursivo, la crónica resulta ser un relato que desafía de manera constante “lo viejo”.
Yo no lo inventé pero asistimos al momento de lo efímero. Un tiempo donde se rinde culto a la velocidad, las modas, la economía de los sexos, la metamorfosis de la ética, la explosión del lujo, las mutaciones de la sociedad de consumo y simultáneamente, habitamos en la abundancia de noticias y la más perfecta desinformación. Para que un periodista sea eficiente hoy es necesario convertirse en un escritor de la información por razones de eficacia comunicativa. El “nuevo lector” exigen no sólo enterarse de noticias en retazos, en 5 líneas o sumillas, sino que pide que le cuenten la historia completa con los detalles y las reflexiones que, lástima, hoy no se le permiten ni en la prensa tradicional ni en diarios, radios y espacios de la televisión que se reclaman hipermodernos.

En la massmediósfera –que así llaman hoy a las ciencias de la comunicación-- se demostró que lo único que de veras conserva el hombre en su memoria son los relatos. Yo sostengo que hay el efecto: “Había una vez…”. “Cuando un periódico se vende menos al día siguiente, no es tanto porque la televisión ya ha divulgado esas noticias [con su espectacularidad sangrienta], sino, sobre todo, porque no es atractivo el modo cómo los periódicos las cuentan, o porque un diario, a través de sus editores, no ha tenido la imaginación suficiente para crear una agenda propia de noticias. Por eso afirmo, sobre todo, que los editores de los periódicos que comúnmente conocemos se han vuelto incompetentes. Los burócratas de la información que no son capaces de narrar y mirar las noticias con la óptica, el compromiso y la técnica de un escritor mediático.
Para este magma informativo no todos los periodistas saben narrar historias ni todas las noticias se prestan para ser narradas aunque la mayoría sí. Digo que ejercer el periodismo narrativo o literario o interpretativo no significa necesariamente escribir novelas en los diarios ni que el escritor de la información se convierta en un protagonista de los hechos por un malentendido en el uso de la llamada técnica de escribir en primera persona. O perfeccionar una técnica de ingenierías verbales por no entender bien los soportes literarios en maridaje con el puro periodismo.

Los buenos escritores de la información han demostrado hoy que “lo real” puede ser más sorprendente que la ficción [aquella que se inventa en la novelas o cuentos] cuando partieron del principio de que una buena historia no puede fascinar sin una honesta y exhaustiva investigación llamada también la técnica de la inmersión. De esta manera, al ensamblarse en periodismo la técnica del género de la crónica, por ejemplo, como soporte del periodismo narrativo, se ha conseguido que las historias más serias y documentadas puedan ser leídas con la misma seducción que una novela, y simultáneamente se ha conseguido, incrementar la venta y la lectoría de los diarios que apostaron por ella, [El Comercio, Perú 21, La República] además de incrementar su prestigio de empresas periodísticas de vanguardia entre la comunidad de prensa internacional.



La crónica es una obra fundamentalmente abierta. Abierta a otras voces, a otros centros narrativos, a otras interpretaciones y a otros discursos [a través de citas, fotografías, canciones, dichos populares o entrevistas], su escritura constituye un diálogo constante con lo otro. Este sentido dialógico supone una obligación para la crónica, que necesita incluir en su interior la palabra ajena, precisa establecer una relación con la voz de otro para que su propia voz tenga sentido. La crónica se vuelve así una forma de reconocimiento: la otredad da sentido a la existencia propia; uno mismo es otro. La crónica se vuelve así un medio estético capaz de crear una totalidad autónoma perdurable al tiempo de ejercer una función crítica. En ella se puede ver cómo la crítica social y la preocupación estética dialogan, aparecen íntimamente ligadas y se sostienen mutuamente. La crónica traspasa la división tradicional entre crítica y ficción, uniendo estética y moral.
La crónica –ya lo escribí alguna vez-- Es una hermosa guíllete oxidada en el cogote, no obstante, el oficio me permite sobrevivir y la crónica, vivir para el periodismo. Mis crónicas tienen un personaje común, el ciudadano ante el gran espectáculo de sus diversas e inmensas precariedades. La diversidad y la ausencia frente al ojo escritor. Se consignan, además, nudos complementarios, la sensualidad y la vergüenza nacional que vienen del disloque de costumbres que provoca la migración y la marginalidad fáctica –eso, la demografía estructural—y aquello que se soluciona con el rótulo de cultura popular urbana. Es decir, el torrente vivo desarticulado y sangrante. Las postales sepias, el reciclaje de la nostalgia, los personajes del acto heroico, los ídolos embarrados por el calor de la industria cultural.


Hay en mis crónicas un diálogo con las respuestas masivas frente a la aluvión de la modernidad. Colisión y encuentro, dualidad mediática entre el imaginario del barrio y la sabiduría ancestral. Su escritura tiene de expediente literario no ficcional y de ficciones reales contra lo efímero periodístico. Hay una proclama por levantar las banderas de una cultura latinoamericana que parte del cine, la música grabada y de la otra, la silente que habita en los libros. Es pues, sólo periodismo para ser leído mucho tiempo después de la muerte de su actualidad periodística. Textos como profecías –sin ser poesía—sobre gentes e historias que ayer fueron anuncios, claves, hallazgos; que hoy son noticias y que mañana serán leyendas, como la ciencia entiende las leyendas, es decir, el hecho noticioso asumido con rigor de verdad imperecedera. Historia para conocer el futuro antes que para descubrir el pasado y al revés.
El periodismo al ensamblar la historia se articula con la literatura, que no es más que el arte de escribir lo narrado con belleza supina. La estética periodística es auténtica en tanto sus límites con la literatura son sus puentes para un arte mayor. Y en el periodismo es más eficaz su golpe –el estrago causado en el lector—cuando esa fina película que lo separa de la literatura simplemente desaparece. Estoy hablando –luego escribo así—de la literatura periodística como género integral y donde lo poético se hace global a tal punto que el texto que cuenta un suceso de noticia, se transfigura en un texto te[x]stimonial con música y claves de adivinación que envuelto en una sinfonía de palabras y semas armónicos, vence a los sordos poderes de la muerte.

Poética periodística que halla la verdad en sus claves narrativas de su espacio y sus historias. Sus mordientes informativas serán útiles en tanto borra la amnesia nacional que padecemos y se establezca un soporte literario en el que se construyan otros textos más vitales y más sensuales para construir espacios libres y orgiásticos, degollar las galeras de la oscuridad y ser un poco, aquellos Kapuscinski quienes siguen recorriendo el mundo y observando con clarividencia, ternura y una actitud crítica y rigurosa los paisajes diversos y las conductas, hábitos y actitudes ante el mundo y la vida de los transeúntes de la constante comedia humana. Siempre escribo contra el pintoresquismos. Hago periodismo de verdad para acercarme a las verdades de ese mundo embarazado de perplejidad y deliciosos asombros. Finalmente estoy enfermo. Sufro de croniquismo. Esa es mi enfermedad crónica.

ENFERMEDAD CRÓNICA: VIDA PARA LEERLA 1



Yo NO soy marinero por ti seré

Un texto de Eloy Jáuregui


Siempre me fregaron los militares y los curas. Y hasta los diez años, mi madre y mis tías, me llevaba casi a rastras a cuarteles y conventos. Una veintena de primos y sobrinos estudiaban para coroneles u obispos. Desde esa vez detesto a morir las visitas como amo los encuentros insospechados. Eso es vida. Hallar una presa fortuita. Descubrir un verbo que me haga interesante. Romper la lógica de la regla de tres con un beso insospechado y ser sólo dos en la soledad de la más fiera de las sorpresas.


No podía deprimirme más cuando los uniformados salían de franco los fines de semana y arrasaban con las muchachas de mi vecindario. Un barrio de clase media a tiro de piedra del elegante distrito de Miraflores. Una vía de tranvía dividía mi envidia. Los seminaristas eran vistos como ángeles y los alférez cuales James Dean dulces por diabólicos. Yo quería ser médico y de eso hablaba en la sobremesa de domingo cuando hurgaban sobre qué diablos iba a ser de grande.

Mis hermanas, sin embargo, se marchaban de paseo hacia las calles arboladas de allá, cruzando nuestras orillas para entre helado y helados suspirar por los maniquí de blanco que así llamaban a los cadetes de la naval, que a decir del vulgo, eran los más esbeltos, cultos y elegantes. Después venían los aviadores y al final los del ejercito que bien podían, por chuscos, haber bajado desde cualquier villorrio de los Andes.


Años más tarde sufrí de los rigores marciales en el colegio. El curso de pre militar lo maneja un sargento a quien apodaban Chiricuto. Cuando me ordenaba con voz portentosa realizar toda la ridícula coreografía con un viejo fúsil frente al pelotón casi de fusilamiento, yo parecía más bien el Woody Allen de Manhattan queriendo domar una langosta alargada. Pero ya lo decía el filo filósofo Daniel Santos: “Si naciste pa’ soldao’, ahora tienes que aprender”.


De aquel tiempo es mi utopía más por lo imposible que por lo útil. Me gustaba la esgrima tanto como la química y el jazz más que la física. Inútil en mis sueños me enteré entre asombros que aquel verano una de mis hermanas había conocido a un marino brasileño mientras se doraba en una playa del sur y yo descubrí una foto donde ellos más que tomarse de las manos de aferraban de los labios. El primero en alegrarse a rabiar fue mi padre. ¿Cuándo se casan? pregunto.




El noviazgo fue más breve que la tarde en que el marino de origen portugués visitó mi hogar. Todos lo observábamos con un canciller bajado de los cielos. Era moreno, fibroso, de ojos verdes como aquellos seres de las telenovelas y hablaba con un dejo a jilguero enamorado. Un suspiro femenil atiborrado de lujuria se escuchó apenas de cerró la puerta y se marchó. Regresaría en un mes para pedir la mano y llevarse a mi hermana favorita a Brasil, por supuesto, en su barco.
Yo era el único varón soltero que quedaba en nuestra casa. Desde esa vez cambiaron mi dieta. Sólo comía pescados y mariscos y la imagen del héroe Miguel Grau sustituyó la amorosa foto del abuelo en el lugar protagónico de la casa. Una tarde a bordo de su viejo Chevrolet azul y frente al mar mi padre me preguntó si no me interesaba la inmensidad mágica del océano. Si no quería tener un amor en cada puerto. Si no quería pertenecer a los anales de la historia como un marino epónimo. Si no deseaba ser el orgullo de la prez de la familia. Al principio como era de esperarse, rechacé la oferte. Me friegan más los militares y ahora menos los curas. Pero por la noche nos fuimos de copas. “No eres mi hijo –gritó—, ahora eres mi hermano”.



Fue un psicoanálisis al revés. No tenía una fractura en mi niñez. Me esperaba un trauma mortal en mi vejez. Pero de pronto fui el mimado de la familia. Mis primas pedían que les tocase las piernas y hasta mis vecinas me comían con los ojos, amen de un aumento sustantivo en las propinas. Una noche afiebrado lo decidí: “seré marino, qué cojones”, me dije y en el desayuno solté la noticia. Prospectos y folletos atiborraban mi dormitorio. Ese verano de principios de los setenta me inscribía como postulante a cadete naval y hasta mi madre guarda una fotografía cuando me cortaban el cabello al ras.



Los exámenes fueron despiadados. No obstante, aprobé en todos y sin chistar, el de conocimientos, el físico, hasta el de presencia porque aprendí un extrañísimo dejo texano. Del examen médico no guardo los mejores recuerdos. Un paramédico descubrió que con el ojo derecho no miraba una vaca dentro de un ascensor. Y ahí comenzaron los problemas amen de una prueba donde un sujeto de mandil blanco me colocó cual tigre domestico tomando agua y me introdujo su dedo en el recto. Quedé mudo durante buen tiempo.



Una semana luego, mi padre ingresó a casa pegando de alaridos. Había ingresado. Todos lloraban menos yo que seguía sin decir palabras. Ya en la escuela, pasado mi bautizo, ya cadete, una medianoche me llamaron a la prevención. “Cadete Jáuregui, usted ha engañado a la institución. Usted no ve con el ojo derecho”. Yo pregunté: “¿entonces no puedo ser marinero?”. Me miraron como a un indio y me gritaron: “No carajo”. Abrieron la puerta falsa, me metieron una patada y me mandaron a mi casa desde La Punta y a pie. Desde esa madrugada soy poeta.